Los obsesos del lenguaje

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Considero (o, al menos hasta ahora, consideraba) a Julio Llamazares un señor culto y con capacidad de pensamiento. Me sorprende, pues, que se lance a la palestra para proclamar lo mal que le sienta que Irene Montero se declare “portavoza”.

Cierto que los neologismos de todo tipo -y concretamente los que inventamos buscando un lenguaje inclusivo- pueden resultar más o menos acertados y pueden gustarnos en mayor o menor medida. A mí algunos también me rechinan y yo tampoco me siento satisfecha con las soluciones que hasta ahora se van proponiendo (ni siquiera con las que yo misma empleo). Pero, en todo caso, considero esos tanteos -incluso los más fallidos y torpes- un mal menor, peccata minuta, en comparación con la necesidad de salir del ninguneo que sufrimos las mujeres. Es como cuando debés golpear violentamente a alguien que se está ahogando porque un objeto extraño le obstruye las vías respiratorias. Lo primero es salvarle la vida, aún a costa de hacerle cardenales o romperle una costilla ¿no?

Llamazares, claro está, proclama que se duele de nuestra desigualdad. Eso dice… O sea, dice lo que dicen todos esos doctos señores: que nos aman, que nos aprecian y que precisamente por ello se ven obligados a intervenir. Que lo hacen para evitar que sigamos desvariando.

Los más atrevidos (o los más pagados de sí mismos) se lanzan, además, a señalarnos cuáles son las causas justas por las que sí hemos de luchar y cuáles no.

Curiosamente, después de explicárnoslo, ninguno de ellos se digna apoyar esas batallas que tan razonables les parecen. Se contentan con predicarnos. Marías, por ejemplo, nos conminaba a olvidar el lenguaje y a dedicarnos a luchar por salarios justos (como si una cosa impidiera la otra). Pero no se le ocurre proclamar a los cuatro vientos que nunca pisará un hotel donde las trabajadoras no tengan un sueldo decente… Y fijaos qué bombazo y qué empujón le daría a la lucha de las Kellys… Pero no. No cae esa breva. Como no cae tampoco la breva de que escriban repudiando las violaciones, los asesinatos, la violencia generalizada que sufrimos las mujeres…

Pueden decirme: “Bueno, es que ellos sólo se interesan por el mundo del lenguaje y la creación literaria”. Entonces ¿por qué nos dan lecciones en otros apartados? Pero, sobre todo, pregunto: ¿Por qué no escriben tribunas o artículos de opinión mostrándose indignados por la escandalosa ausencia de mujeres en la Academia de la Lengua, ni por el hecho de que la mayoría de las firmas en revistas literarias sean masculinas, los jurados de los premios también, se reconozca y valore mucho más (a igual calidad) la obra literaria de los varones, etc.? ¿Eso no les indigna?

Les cabrea el palabro “portavoza” pero ¿no les da vergüenza verse todo el día unos a otros copando prebendas? ¿O es que de verdad se creen que, por ejemplo, Almudena Grandes escribe peor que cualquiera de ellos?

Señala Llamazares que el lenguaje “no tiene ninguna culpa de su (o sea, nuestra) discriminación” ¿Cree que nosotras hacemos culpable al lenguaje? ¿que pensamos que el lenguaje es un ente autónomo, un espíritu puro que surge de la nada? Pues no. Surge, como todo lo que nos rodea y como todo lo que somos, del patriarcado. y por eso también tenemos que dar la batalla del lenguaje.

A medida que avanza en su escrito, Llamazares va desbarrando. Nos acusa de ser obcecadas e injustas con los hombres al tacharlos a todos de machistas. Y, sí, en cierta manera, lleva razón. Yo, por ejemplo, creo que todos (y todas) estamos programados para ser machistas. Nos formatean en ello desde que nacemos. El machismo impregna nuestra educación emocional, sentimental, imaginaria, ideológica… Pero las feministas y los hombres que nos apoyan luchamos por cambiarnos y por cambiar el mundo. Mientras, ellos, los doctos que nos sermonean, siguen repantigados en sus privilegios, tan contentos de haberse conocido.

Según Llamazares nuestros intentos de hacer un lenguaje inclusivo son vanos. Pues no. Se le deben haber olvidado (o no se enteró) las broncas que se montaron cuando empezamos a decir médica, ingeniera, abogada… ¿quién sigue ahora asustándose al oír que una mujer es arquitecta o aparejadora?

Y sí, el diccionario de la RAE necesita un remeneo en profundidad. El otro día comenté en un artículo la carga androcéntrica que conllevaba la definición -casi magnificente- de la palabra pene. Mientras que, por el contrario, el clítoris no parecía servir para nada ni pertenecer a nadie. La RAE no se dignaba señalar que es un órgano característico y muy original de las mujeres.

Tampoco las feministas pedimos que el diccionario ignore las palabras y expresiones que se usan en español por despectivas e hirientes que sean. Pedimos que la definición señale, si ha lugar, su connotación machista. Igual que señala otros términos como despectivos o como localismos o coloquiales.

¿Qué me alegra? Esto: ya pueden decir misa, ya pueden enrabietarse, nosotras vamos a seguir. Cierto que, como señalé al principio, aún no tenemos a punto el sistema lingüístico de recambio. Y ni siquiera sabemos muy bien en qué quedará ni qué alternativas encontraremos o inventaremos. Tanteamos a veces al buen tuntún. Pues bueno, no pasa nada. Ni por hacerlo ni por reconocerlo. Lo importante es que no cejamos. Que se vayan haciendo a la idea.

Vía Tribuna Feminista

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