Hace pocos días, por un tema laboral, tuve que explicarle a una noarteamericana qué cosas pasaron en Argentina durante el golpe militar del 76. La charla era en inglés, lo que generó que mi propia explicación me resultara ajena. Por una cuestión de léxico y brevedad, limité mi relato a lo sucedido: simplemente comenté datos, sin adjetivarlos, sin darles más contexto que lo sucedido, más por incapacidad que por falta de voluntad, pero también porque, por la naturaleza de charla y conversación, era innecesario ahondar en contextos históricos y situaciones particulares, que en contraste, resultan determinantes cuando hablamos con alguien que tiene una noción de lo que pasó.
Esa falta de adjetivación derivó en una sensación de ‘otredad’ que me dejó en un lugar de expectadora de mi propio relato, que a medida que avanzaba me resultaba cada vez más brutal. Si hubiera querido ser más cruel en lo que decía, focalizando en algún dato en particular para ejemplificar mejor lo sucedido, no habría logrado nada muy diferente. Aquel relato que sólo volcaba datos, estaba tan repleto de crueldad, que intentar adjetivarlo resultaba un maquillaje. Bien vale recurrir al detalle en la búsqueda de enfatizar algún aspecto en particular, pero en este caso, carecía totalmente de ubicuidad… por innecesario. Aquello ya era lo suficientemente cruel.
Vivimos un tiempo particular, en que coexisten en diversidad una variedad de luchas puntuales y contrastan fuertemente con otras formas de organización social recientes, como el asambleísimo del 2001 o los MTD, aquellos movimientos piqueteros originales y otras formas de organización colectiva que pretenden cambios estructurales. Muchas de las que en algún tiempo fueron luchas sociales, estructurales y en consecuencia revolucionarias por la radicalidad de los cambios buscados, se han ‘diluído’ en miles de luchas fraccionarias, corporativas, testimoniales, que si bien no son antagónicas y se interrelacionan, rara vez se manifiestan de forma conjunta.
Felizmente, existen luchas que han logrado cambios verdaderamente rotundos en la estructura social, como es el caso de los feminismos, cuya acción es estructural y revolucionaria, pero esa estructuralidad está ausente cuando miramos a otros movimientos que se basan más en el bienestar personal como un acto revolucionario que en el social, cuyo bienestar individual se garantiza en el bienestar colectivo. Como si bastara con que ‘yo’ tenga resuelta mi preocupación para que no existan problemas sociales, que pasan a resultar los problemas de ‘otras personas’, por las que ‘lamentablemente’ no podemos hacer nada. Una suerte de ‘conformidad’ que a la postre se pretende revolucionaria, producto de que mana de la ‘lucha’ que al parecer significa la simple manifestación del desacuerdo, y renuncia al cambio estructural asumiéndolo como utópico.
No digo que se trate de algo ‘malo’, pero resulta por lo menos preocupante. Las luchas atomizadas no atentan contra la estructura, sino que garantizan un sociego para la causa que ha generado esos activismos, que están más cercanos a los derechos de las consumidoras que los de la ciudadanía, y ahí hay un punto clave: quien consume tiene algunos derechos, pero a votar, ninguno. Una suerte de ‘ciudadanía reducida’ donde la principal herramienta de lucha es la abstención del consumo y otras formas ‘éticas’ de existir bajo un sistema depravado. Pero resulta una forma de ‘lucha’ que permite a las opresoras continuar su tarea, siempre que puedan. Una lucha que no es lucha. La sociedad en su conjunto y cada persona como integrante política de ella -indistintamente del ridículo ‘derecho a participar’ que se nos otorga en la medida en que envejecemos- por el contrario, tiene la posibilidad -y el derecho- de generar esos cambios, y la posibilidad de llevarlos adelante. Las consumidoras no. Y eso resulta sumamente conveniente al status quo. Tan profunda es la situación, que hemos comenzado a agremiarnos entorno de las formas en que el marketing nos organiza: nuestra forma de consumo. Y así, somos millenials, baby boomers, centennials y gran elenco. Pero también por las causas que sostenemos: el color del pañuelo, la marca de la ropa, el lenguaje inclusivo o el excluyente, son algunas de las formas en las que nos identificamos ante la sociedad y eventuales interlocutoras, muchas veces son utilizados para marcar diferencias, sin buscar sumar a una eventual disidente a nuestras filas, la dejamos enfrente.
Esta división funciona igual que los activismos: permiten expresarse y sostenernos separadas, por lo que estamos todas contentas.
Un loop.
Digo todo esto un 24 de marzo, mirando para adentro y pensando en mi papá y mi mamá, sobrevivientes de la dictadura, y en que una de las cosas que han logrado las Madres, las Abuelas y los organismos de derechos humanos en el país es haber transformado esta lucha en una lucha social, conjunta. Tan innegables son sus logros, que las fascistas que otrora negaban la existencia de lo sucedido, hoy están obligadas a callarse o relegadas a discutir datos que a la luz de lo construído resultan simbólicos. No hubo ni hay otro emblema que el de la Memoria, la Verdad y la Justicia, y es tras esas pancartas que marchamos, en este hermoso aquelarre de los 24 de marzo, en el que vamos junto a las 30.000 compañeras detenidas y desaparecidas, llevando también entre nosotras a las Jorge Julio López, a las Hebe, a las Pochas, y tantas otras fundamentales.
Alguna vez en una marcha, ví a la hermosa de María Assof de Dominguez mirar hacia atrás, y decir sorprendida «Uy, mirá somos un montón». Éramos casi 20.000. La imaginé recordando cuántas eran al principio, contra quiénes y en qué contexto se enfrentaban. Su tono fue un tanto pícaro, como diciendo ‘mirá qué quilombo que armamos’.
Nos toca el desafío de ser buenas herederas.
¡Nos vemos en la marcha!
¡30.001 compañeros y compañeras desaparecidas!
¡PRESENTES!
¡AHORA Y SIEMPRE!